Música
Coros, danzas y electrónica: la resignificación de la cultura vernácula

A nadie se le escapa que durante los últimos años hemos asistido a una revitalización de la cultura popular tradicional; en general, de la vinculada a los territorios periféricos del Estado.
Rodrigo Cuevas concierto
Rodrigo Cuevas en concierto en La Romería Fira Mediterrània Teatre Kursaal, en 2023. Foto: Josep Tomás. (CC BY-NC)
15 feb 2025 07:00

En la romería urbana de San Blas, que se celebró el pasado sábado 2 de febrero en los aledaños de la ermita cacereña consagrada a dicho santo, vi cruzarse a varias mujeres ataviadas con el tradicional refajo con un par de chicas que lucían un moderno mandil confeccionado con el pañuelo de mil colores. A mi lado, un paisano acompañado de sus nietos tarareaba La heria el pingu —que interpretaba en el escenario una agrupación folclórica— mientras un chaval de estética queer bailoteaba unos pasos por delante. Entonces recordé esa frase que le espetó hace un tiempo a mi amiga una tía suya: “Es que no entiendo cómo te pueden gustar esas canciones viejas que nos obligaban a aprendernos en clase”. Y decidí en ese momento escribir este artículo.

A nadie se le escapa que durante los últimos años hemos asistido a una revitalización de la cultura popular tradicional; en general, de la vinculada a los territorios periféricos del Estado. Existen numerosos ejemplos de libros, películas e iniciativas de toda índole donde puede apreciarse la materialización de este fenómeno, pero quizá es en la música, por su gran alcance, donde se percibe con mayor claridad, con artistas como Rodrigo Cuevas o proyectos como el de Baiuca.

“Identitario” es un cajón de sastre donde se guarda todo aquello que escapa del denominado nacionalismo banal

Yo, que pertenezco tanto al grupo de personas que consume estos productos culturales como, en cierto modo, al que los produce, me paro a pensar a menudo en por qué recorro este camino, a dónde quiero llegar. Quizá por eso, por rumiar tanto estas ideas, me resulta una simplificación poco rigurosa que se reúna bajo el paraguas de lo identitario cualquier defensa de la cultura periférica. Si bien en las cuestiones culturales siempre es posible hallar un componente identitario (en su sentido más amplio) si se evalúan con la suficiente profundidad y la perspectiva adecuada, no se suele aplicar este adjetivo a, por ejemplo, un escritor que escribe en español, sino al cantante que canta en asturianu. Se reserva el apelativo, con un claro sesgo ideológico, para lo relativo a los territorios del Estado, no al Estado en su conjunto; es decir, para la cultura que carece del privilegio de considerarse cultura nacional. “Identitario” es, por lo tanto, un cajón de sastre donde se guarda todo aquello que escapa del denominado nacionalismo banal.

¿Cómo se explica entonces la labor de personas que, como yo, no disponemos de una identidad territorial marcada, pero que, sin embargo, formamos parte de esta corriente? Cuando de pequeño iba a las Hurdes, al pueblo de mi padre, era allí el estremeñinu porque usaba más el -ino que ellos. Cuando después visitábamos a mis abuelos de Cáceres me transformaba en el hurdanino porque se me había pegado el deje hurdano. Cuando vivía en Barcelona me consideraron más de una vez del sur por aspirar las eses implosivas y en Amán, Jordania, era sencillamente el español. Crecí escuchando aquello de “ni estremeñus ni castellanus semus hurdanus” y fui a lo largo de mi vida observando como en algunos de mis familiares y amigos nacía un sentimiento extremeñista, secundario al hurdano, mientras que otros se españolizaban tras el 1 de octubre catalán. Yo nunca me he sentido íntegramente de ningún lugar, mi identidad tiene algún elemento territorial, sí, pero resulta desde luego liviano comparado con otros aspectos que me condicionan mucho más.

No obstante, lo anterior no es óbice para que sí conozca más unos lugares que otros: me he criado en determinados pueblos, mi familia habita espacios concretos de comarcas concretas con unas necesidades específicas, con unos elementos culturales definidos. Por esto me lancé a la divulgación de la cultura extremeña — y en particular de la de la comarca de mi familia paterna, las Hurdes —, por conocerla más que la de otras comunidades autónomas y por notar que, por un lado, iba desapareciendo, se difuminaba, y, por otro, quedaba mucho por contar: quería que todo el mundo supiera cómo había hablado mi abuela María, no me resignaba a que con su muerte y la del resto de personas de su generación muriera también la modalidad lingüística en la que se expresaba. Además, la emigración constituyó un catalizador: vivir en Cataluña por no encontrar aquí, en Extremadura, trabajo me hizo mirar esta tierra con otros ojos; ver cómo cuidaban allí su cultura me permitió darme cuenta de cómo maltratábamos nosotros la nuestra.

Las anteriores son mis razones, pero en este ejercicio de promoción cultural convergemos personas que venimos de diferentes espacios y sensibilidades, y eso puede apreciarse, por ejemplo, en cómo la defensa del patrimonio lingüístico ha adquirido aquí un cariz transversal: PP, PSOE y Unidas por Extremadura votaron a favor de la propuesta de este último grupo para declarar BIC el estremeñu y el portugués rayano. Acuden a la protección de la cultura de este territorio tanto aquellos que tienen Extremadura como matria y España como patria, como esas otras personas incómodas con la identidad española por desagradarle determinados aspectos de este país, y también aquellas, como yo, para las que el factor territorial no desempeña un papel relevante en la identidad.

No obstante, como no podía ser de otra manera, este movimiento de revitalización cultural ha traído consigo su reacción

Además, este fenómeno de apreciación de la cultura vernácula presenta dos facetas que juzgo absolutamente complementarias. Por un lado, la de quienes aspiran a mantener la cultura tradicional inalterada, y para esto investigan sobre ella y la suben a un escenario de cuando en cuando; es decir, lo que conocemos como folclore —o demosofía, como le gustaba a García-Plata de Osma referirse al saber popular—. Por otro, la de aquellos que pretenden utilizar esa cultura y darle una nueva forma, reutilizarla. Considero que ambas corrientes pueden nutrirse mutuamente: la primera le aporta a la segunda pilares sobre los que apoyarse; la segunda a la primera, frescura, futuro. La primera sin la segunda es un museo; la segunda sin la primera, ornamentación superflua.

No obstante, como no podía ser de otra manera, este movimiento de revitalización cultural ha traído consigo su reacción. La reacción de la persona de izquierdas que, empapada de nacionalismo estatal, de españolismo —sin ser a veces consciente de ello—, rechaza la reivindicación de la cultura vernácula; esa que en el plano lingüístico santifica el español estándar, venera la ortografía de la RAE y muestra una actitud clasista hacia cualquier variedad. La reacción de la persona de derechas que vislumbra el fantasma del nacionalismo vasco o catalán en cualquier actividad cultural. La reacción de la Academia en lo tocante, por ejemplo, a la lengua, que ve con buenos ojos el estudio de determinada modalidad lingüística, pero se opone a dotarla de una ortografía y enseñarla; que obvia voluntariamente en sus estudios las causas que han conducido y conducen a la extinción de determinada habla para no admitir que ese proceso puede detenerse e incluso revertirse. La reacción adquiere, en definitiva, muchas formas, pero a menudo se evidencia sintetizada en una sola palabra: chiringuito.

La reacción es comprensible, predecible, frente a cualquier movimiento que aspire a alterar, aunque sea mínimamente, el statu quo, por lo que nunca me ha preocupado. Por el contrario, sí hay una pregunta que me parece relevante y a la que he tratado de responderme en más de una ocasión: en última instancia, desvistiendo este patrimonio inmaterial de identidad, de moda, de intereses personales, ¿qué sentido tiene defenderlo?, ¿qué valor poseen estas canciones, modalidades lingüísticas, bailes? A continuación, mis respuestas, aunque seguro que las vuestras difieren de las mías:

La primera y fundamental, la que más repito: que existen personas vivas que atesoran toda esta herencia cultural; al darle valor, las dignificamos. La segunda: que se trata de información que nos ayuda a comprender la historia de los pueblos. La desmemoria favorece la vulnerabilidad.

Quizá así adoptemos esta vez el compromiso de defender y promocionar la cultura vernácula frente a los intentos de homogeneización, y seamos capaces de desterrar el clasismo y borrar las jerarquías

La tercera: que indirectamente esa unión de la gente en torno a unos rasgos culturales comunes puede ayudar a que luchen por intereses compartidos de otra índole. Dicho de otro modo: la desunión presente en determinadas comunidades autónomas, su incapacidad para luchar políticamente por sus necesidades, las hace candidatas a convertirse en zonas de sacrificio. En este punto, no obstante, creo que cabe señalar lo pernicioso que es crear nuevas identidades a imagen y semejanza de las de los Estados constituidos como tales que acaben fomentando los mismos procesos de minorización cultural y homogeneización. Si tiene que existir una identidad territorial que esta sea un albergue, no una cárcel, y que para su creación o promoción no se caiga en ese naíf volver a las raíces genérico que puede contribuir a justificar la pervivencia de cualquier tradición por nociva que sea. Y la cuarta, muy sencilla: que nos regalan belleza y diversión.

Por último, como detesto el adanismo, quiero recordar que no es la primera vez que surgen este tipo de movimientos que vuelven la mirada a la tierra. Por ejemplo, si me centro en Extremadura, allá por 1608 aparecían en el prólogo de la Descripción e historia general de la provincia de Extremadura, de Francisco de Coria, los versos «Con gran razón quexarse a podido / la noble Extremadura y agraviarse / de averla echado todos en olvido / y sus cosas notables ocultarse […]»; en 1922 escribía el entonces niño Federico Blas Boticario en La tribuna escolar «Cuántu te quieru, vieja Extremaúra; / cuna juistis de mi amor… jeris la mía; / siempre en ti he de vivir, jasta que dura / la muerte venga contra la mi vía»; y en 1977 Carlos Julián Aranguren cantaba «Y la tu tierrina / no es del tu pueblu / sino de cuatro señori / que la tienen de recreu / viven en lah capitali / y se riyen del personal / como señorih feudali / cuandu le oyin palrá». Necesitamos conocer en profundidad estos episodios de reivindicación cultural porque en nuestra tierra todos ellos se acabaron disolviendo; para lograr que el actual perdure debemos saber en qué fallaron los anteriores. Quizá así adoptemos esta vez el compromiso de defender y promocionar la cultura vernácula frente a los intentos de homogeneización, y seamos capaces de desterrar el clasismo y borrar las jerarquías.

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