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Opinión
La banalidad del mal en Gaza: cuando la indiferencia mata

Escribo estas líneas movido por la necesidad existencial de comprender y de reaccionar ante lo que ocurre en Gaza, que sigue ardiendo ante nuestros ojos mientras quienes realmente podrían detener este exterminio o son cómplices o permanecen inactivos.
La palabra ardiendo no es una metáfora: el fuego de los bombardeos calcina viviendas, escuelas y hospitales, mientras el humo de la destrucción se mezcla con el polvo de los escombros que sepulta a miles de víctimas. Las cifras en continuo aumento, frías y repetidas hasta la saciedad en los medios, ocultan una realidad insoportable: niños desmembrados, familias enteras borradas del registro civil, médicos que operan sin anestesia bajo la tenue luz de los teléfonos móviles.
Delegar la moral a la cadena de mando y ‘rutinizar’ el dolor
En Gaza el horror se ha normalizado y el sufrimiento palestino se estrella contra un muro de indiferencia o inacción internacional. Hannah Arendt, filósofa judía alemana exiliada del nazismo, acuñó el concepto de la banalidad del mal tras asistir al juicio de Adolf Eichmann, arquitecto logístico del Holocausto. Lo que encontró no fue un monstruo patológico, sino un funcionario gris, más preocupado por ascensos y rellenar formularios que por las consecuencias humanas de sus actos. Eichmann no odiaba a los judíos; simplemente, no pensaba en ellos. Su crimen fue la obediencia ciega, la renuncia a juzgar, la delegación de la moral a la cadena de mando. Arendt reflexionó sobre el Holocausto desde una perspectiva profundamente ética y crítica. Citarla aquí es un acto de memoria y de responsabilidad, cuando muchas de las actitudes ante lo que pasa en Gaza hoy constituyen formas contemporáneas de banalidad del mal y de ‘rutinización’ del horror.
La devastación no se limita a tanques, drones o misiles; también se manifiesta en decisiones administrativas que despojan de derechos a una población entera, en declaraciones que diluyen la responsabilidad al equiparar a la víctima con su agresor, y en la inercia —o impotencia— de muchos organismos internacionales. No todos han guardado silencio: el Tribunal Internacional de Justicia ha reconocido el riesgo real de genocidio y dictado medidas cautelares. Sin embargo, su fallo, jurídicamente vinculante, ha chocado con la falta de mecanismos eficaces para su cumplimiento, lo que revela los límites del derecho internacional frente a los intereses geopolíticos.
El mal, como advirtió Arendt, no siempre se presenta con rostro monstruoso; a menudo se disfraza de rutina, de obediencia, de indiferencia institucionalizada
La jurisdicción internacional reconoce el derecho de los Estados a defenderse. Sin embargo, esa defensa no puede invocarse para justificar la aniquilación de un pueblo. La defensa legítima no es ilimitada ni puede ejercerse al margen del principio de proporcionalidad y del respeto al derecho humanitario. Cuando un Estado, en nombre de su seguridad, destruye barrios enteros, bombardea campos de refugiados, impide la entrada de ayuda humanitaria y mata a miles de civiles —muchos de ellos mujeres y niños—, ese derecho deja de ser una justificación y se convierte en una coartada.
La defensa no puede ser sinónimo de castigo colectivo ni excusa para una política de tierra arrasada. Y cuando la comunidad internacional tolera ese argumento sin reaccionar con firmeza, no solo legitima el horror, sino que lo perpetúa. El mal, como advirtió Arendt, no siempre se presenta con rostro monstruoso; a menudo se disfraza de rutina, de obediencia, de indiferencia institucionalizada.
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Opinión Y ahora les duele Gaza: Europa ante el genocidio
Una voz contemporánea que también ha denunciado con firmeza esta lógica de impunidad es la del politólogo estadounidense Norman Finkelstein, hijo de sobrevivientes del gueto de Varsovia y de campos de concentración nazis. Finkelstein ha dedicado gran parte de su obra a documentar las violaciones de derechos humanos cometidas por Israel, especialmente en Gaza, y a cuestionar el uso del Holocausto como escudo moral para justificar políticas de ocupación y castigo colectivo.
En el año 146 a. C., Roma no se limitó a derrotar a Cartago: la arrasó y esparció sal sobre sus campos para que nada volviera a crecer. No fue solo una victoria militar; fue una damnatio memoriae, la eliminación planificada de un pueblo como entidad política, cultural y hasta biológica
En su libro Gaza: una investigación sobre su martirio (Siglo XXI, 2019), Finkelstein afirma con contundencia que “el problema no es el derecho de Israel a defenderse, sino su derecho a hacerlo matando a miles de civiles, destruyendo hospitales y escuelas, y bloqueando la ayuda humanitaria. Eso no es defensa: es castigo colectivo”. Su crítica, nacida desde el dolor de la memoria familiar, refuerza la idea de que el verdadero homenaje a las víctimas del pasado no puede ser la repetición de la lógica de exterminio, sino su rechazo radical.
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Opinión La colonialidad europea y la criminalización del movimiento de solidaridad con Palestina
La Historia ofrece espejos incómodos. En el año 146 a. C., Roma no se limitó a derrotar a Cartago: la arrasó y esparció sal sobre sus campos para que nada volviera a crecer. No fue solo una victoria militar; fue una damnatio memoriae, la eliminación planificada de un pueblo como entidad política, cultural y hasta biológica. Gaza, privada de agua potable, electricidad y medicinas, con sus infraestructuras vitales destruidas, parece víctima de una lógica comparable. No se busca únicamente vencer, sino negar la posibilidad misma de existencia de sus moradores palestinos.
Cuando dejamos de pensar al otro como humano, cuando aceptamos que ciertas vidas valen menos, perpetuamos el mal. La indiferencia no es neutral: es el oxígeno que alimenta la impunidad
Frente a todo esto, la respuesta global oscila entre la condena tibia y el silencio. El trauma y el horror del Holocausto no justifican de ningún modo estas actitudes. Arendt advertía que el mayor peligro no es la maldad activa, sino la ausencia de pensamiento. Cuando dejamos de pensar al otro como humano, cuando aceptamos que ciertas vidas valen menos, perpetuamos el mal. La indiferencia no es neutral: es el oxígeno que alimenta la impunidad.
Por eso, pensar —en el sentido más profundo del término— se convierte en un acto de resistencia ante este horror, al que hay que nombrar sin eufemismos; hay que rechazar la narrativa de la “proporcionalidad” y atreverse a llamar genocidio a lo que es un genocidio. La valentía de pensar y empatizar con el sufrimiento extremo del Pueblo palestino y humanizarlo es uno de los antídotos más poderosos contra la banalización del mal. Arendt creía que, incluso en las tinieblas, la capacidad de pensar y juzgar podía iluminar caminos. Hoy, esa luz es más necesaria que nunca. Porque Gaza no arde sola, sino que arde en nuestra conciencia. Y mientras el mundo mire hacia otro lado, el saldo no será solo de vidas perdidas, sino de humanidad erosionada.